Hace, tan sólo, unos años la propia palabra RATING era objeto de absoluto desconocimiento, o, en el mejor de los casos, de confusa identificación con otros términos anglosajones de significado diametralmente opuesto.

La palabra rating tendría una traducción equivalente a «estimación, valoración«, o más aproximada, de calificación.

Va a ser, precisamente, una estimación o calificación referenciada lo que va a suponer, en síntesis, este proceso conocido como rating.

La importancia de la calificación va a derivarse de dos aspectos fundamentales.

Por un lado, porque su aplicación se va a hacer extensiva (al menos, potencialmente) a cualquier tipo de prestatarios, países, organismos supranacionales, y empresas de toda clase.

En segundo lugar, porque los niveles de calificación resultantes de la aplicación del proceso de calificación pretenden poseer, en principio, la misma validez (esto es, implica análoga calidad crediticia dentro de cada nivel) cualquiera que sea la clase de prestatario.

De ahí, que el rating vaya a intentar proporcionar un indicador de referencia expresivo de la mayor o menor capacidad o probabilidad de pago en el tiempo estipulado, tanto de los intereses como de la devolución del principal que toda deuda comporta, en definitiva, del menor o mayor riesgo crediticio que soporta el inversor que ha prestado sus fondos a la entidad que los ha recibido.

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